Cuando migró a Costa Rica, doña Tila estaba más cerca de los cincuenta
que da los cuarenta años; ya era abuela y poco conocía del mundo más
allá de los campos de Guanzapa, donde vivía. Si fuera posible mandar
sobre el mundo, probablemente allí habría permanecido. Eran los ochenta,
y en El Salvador empezaba una guerra civil que hizo sangrar a todo un
pueblo, pero especialmente al más llano, al más pobre. Junto con otras
familias, doña Tila, Tileana Alas para las actas, vino a Costa Rica;
aquí, la fundación suiza Longo Maï ofrecía refugio a quienes huían de
los bombardeos y el azar de las balas perdidas. De eso van ya dieciocho
años; en Costa Rica doña Tila ha sido abuela veintiséis veces más, se
acostumbró a las erres que arrastran los costarricenses al hablar, y
ha sembrado en las nuevas tierras el locoro para las pupusas, la polla
y las pitas para el picadillo. Sus nietos se sienten más ticos que salvadoreños,
y apenas conocen de oídas la guerra que hizo migrar a sus padres. "
Acá vivimos pobres, pero tranquilos ", dice doña Tila mientras, infaltable,
ofrece un café a quienes la visitan.
Tierra de salvaticos
El pasado febrero un equipo de la televisión suiza visitó Longo Maï
para realizar un documental sobre este pueblo de otrora refugiados,
hoy "salvaticos", como a veces se dicen. El Centro de Cine costarricense
coprodujó el documental con la televisión suiza y fue el que facilitó
la visita de Viva a Longo Maï. Para Hüseyin Akin, realizador del documental,
fue interesante entrevistar a jóvenes y adolescentes costarricenses,
pero hijos de salvadoreños, en un pueblo de adultos salvadoreños, sobre
su sentir de la nacionalidad, y sobre cuáles son los deseos y oportunidades
que tienen los jóvenes en una comunidad rural. Esta comunidad rural,
en especifico, se encuentra en el kilómetro 164 de la carretera Interamericana,
a 35 km de San Isidro de Pérez Zeledón. Y en relación con cualquier
otro pueblo de agricultores, alguna diferencia significa que ninguno
de sus más de 400 habitantes es dueño de la tierra que cultiva o habita
: ésta pertenece a la fundación Longo Maï de Suiza, que permite el usufructo
agrícola o turístico sin pedir nada a cambio. "Del suelo para arriba,
es nuestro lo que trabajamos explicó Lenoel Ortega, un salvadoreño de
28 años que administra la única pulpería y el único teléfono del pueblo.
En Finca Sonador, donde se encuentra Longo Maï, lo único prohibido es
talar árboles o excavar en el cementerio indígena resguardado en su
territorio de 800 hectáreas. Con algo de trabajo, desde que en 1983
llegaron los primeros refugiados salvadoreños, se instaló el tendido
eléctrico, se fundaron una escuela y un par de iglesias. Aunque la mayoría
son salvadoreños, tambien viven allí algunos costarricenses y nicaragüenses
y una irregular veintena de europeos, fugitivos de los precios de la
"civilización ". Según explicó Yolanda Arguedas, una de las jóvenes
costarricenses residentes en Longo Maï, en un principio el pueblo iba
a ser una cooperativa, como lo son los asentamientos homónimos en Europa.
Sin embargo, el experimento no funcionó por el persistente individualismo
salvadoreño, costarricense, quien sabe y el Longo Maï costarricense
se quedó en un pueblo cálido, aunque sin las características comunitarias
y de autogestión que tienen los asentamientos ubicados en Suiza o Francia.
Migrar dos veces
En el último año, con la caida del precio del café, en Longo Maï ocurrió
como en casi todo el mundo rural: la cosecha ni siquiera cubrió sus
costos. "Varios jefes de familia debieron de salir de Longo Maï a buscar
trabajo en la ciudad", dijo Ortega. Encontrar un cultivo alternativo
para jugarse los ahorros sobrevivientes no es sencillo : " el ano pasado
se habló de sembrar tiquisque, pero fueron tantos quienes lo produjeron
que su precio cayó por la sobreoferta ", indicó Ortega. Por eso, la
opción del ecoturismo cobra fuerza. Durante años, jóvenes europeos pasaron
por Longo Maï como voluntarios o, en el caso austriaco, a cumplir un
servicio civil que sustituye al servicio militar. Y muchos regresaron
después, ya como turistas, encantados por la convivencia con la naturaleza
- la mitad de la finca, 400 hectáreas, es bosque primario y secundario
- y la ociosa informalidad de una temporada en Longo Maï. Informalidad,
pues en Longo Maï no hay hoteles, pero en cada casa sobran una o dos
habitaciones para los visitantes. No hay restaurantes, aunque las mesas
son grandes y sobran los platos porque siempre hay visitas. En la selva,
no hay senderos abiertos para los turistas… pero acompañado por algún
lugareño, cada uno se lo inventa.